GALERIA ALEGRIA
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

María Sánchez / Atlas Elipticalis / 26.05-07.07 / 2018

 
MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07 MARÍA SÁNCHEZ / ATLAS ELIPTICALIS / 26.05-07-07

 

Hay un sutil principio de malicia -una malicia juguetona y en los límites, sin objetivo manifiesto ni enconamiento alguno- que recorre prácticamente todos los trabajos de María Sánchez (La Horcajada, Ávila, 1977). Es la malicia del que, como reza la vieja máxima latina, disimula el temor con la audacia. La malicia inocente del que juega con los demás para poder enfrentarse a sí mismo. En piezas performativas anteriores, desnuda contra una esquina, atrapada, casi aplastada por un cristal que rompería al moverse, a la vista de todos, o frotándose Uvas y queso por su cuerpo y entregándolas luego a los invitados de su exposición como ofrendas de otra relación interpersonal posible, María Sánchez sigue esos parámetros clásicos de la performance como una vía para llevar el cuerpo y la mente más allá de los propios límites del performer, y entregarlos de forma ritual al que la contempla. Y, a veces, incluso al que ni contempla ni es partícipe de que está siendo sujeto u objeto de una acción artística. El yo y el otro, contrapuestos casi con una curiosidad relativa rayana en la envidia, o un temor indescifrable a lo que la otredad pueda depararle a uno mismo, es solo una de las oposiciones sistemáticas que, desgranadas con sutileza, parecen darle sentido y unión a un corpus donde la urdimbre es casi tan relevante como la trama. María Sánchez trabaja en la intersección, también en el intersticio, de muchos conflictos tanto intelectuales como emotivos: la realidad y la representación, la presencia y la ausencia, la timidez y la osadía, lo privado y lo público, el robo y la reposición, el cuerpo y el objeto, lo legal y lo ilegal, lo íntimo y lo ajeno, el conflicto y el acuerdo.

 

Dice la propia artista que "desde que tengo recuerdos, en mi infancia, he querido volverme invisible, y algunas veces convertirme en otra persona". Su propia timidez y su indefensión ante el mundo han terminado por provocar un proceso contrario: una búsqueda incesante de situaciones de conflicto donde encontrarse, a la vez, protegida. Un impulso vehemente y arrebatado de relacionarse con la gente, y una dificultad notoria para hacerlo en los términos socialmente aceptados, habituales. En cuanto a esto, su trabajo termina siempre por convertirse en un revulsivo de formas ínfimas y alcances épicos.

 

Esta exposición, Atlas Elipticalis, parte de un robo. La artista levanta el título de otra exposición coetánea de otro artista presente en esta misma calle del Doctor Fourquet, convencida de los privilegios del apropiacionismo como un robo disculpable. Quiere ver qué pasa, qué se suscita, cual será el roce. A esta primera pieza puramente textual y sin materia, le sigue un roce más real y aún intangible. En un camino que se revela ascendente, presenta el resultado de varios años de No nos demoramos (2014-hoy) pero también de Metro (2015-16) y Los afectos (2016-17). En la primera serie de trabajos, a base de pequeños robos, se alza con trofeos nimios de lugares públicos, sustituyendo lo robado por algo propio, traído ex profeso de su casa: una taza de café de un bar, una toalla de un hotel, un salero de un restaurante, una planta de un parque... principios de un contacto vicario con el otro, que ha utilizado antes ese objeto -a veces de forma harto íntima, rozándola con labios o con el cuerpo- y al que no conocemos ni vislumbramos, y que se convierte en fetiche: pasa a formar parte de su vida y de su entorno doméstico y queda retratado como tal, en una instantánea. Con todo el asomo de la vergüenza y la satisfacción de la exposición: María Sánchez nunca regresa al lugar del crimen. En la segunda, posiblemente en su pieza más conocida y celebrada, acaricia mínimamente a desconocidos en sus viajes por el suburbano madrileño, mientras lo documenta con su móvil. Son caricias casi etéreas, apenas perceptibles: lo suficiente para que el sujeto pueda darse por enterado o no, pero nunca por ofendido o agredido. Apenas interpelado. Hay también en esto un interés comedidamente antropológico, no exento de cierto poso moral, y una culpa imprecisa, un castigo imperceptible, lógico y usual en una atea que ha crecido inmersa en la cultura cristiana. Y que, como tal, parece conocer bien y hacer suya aquella frase de Feuerbach: "La sensación es el órgano de lo absoluto". En Los afectos, la caricia se torna aún más imprecisa: toca y "se relaciona" con las sombras de los desconocidos. Anoten mentalmente el sentido de esta "relación" que es y no es a un mismo tiempo. Un espacio de nadie, pero cargado de individualidad simbólica. Intersticio.

 

Hay, en esta exposición, otra pieza escondida. Se titula Injerto (2018) y no ha de ser desvelada, puesto que ha de suceder y ustedes no deben estar prevenidos.


Guillermo Espinosa, mayo de 2018.